"¿Alguna vez has estado herido?
¿Alguna vez te has sentido abandonado?
¿Alguna vez te has sentido realmente asustado?
¿Alguna vez has sentido que realmente no perteneces aquí?
¿Alguna vez has sentido que no tienes un hogar?
¿Alguna vez has sentido que no tienes ninguna oportunidad?
Así es como me siento yo."
Beriadan leyó aquella inscripción por trigésima vez, y esta vez, sintió que él también se sentía así. Hacía ya tres días que había sido encerrado en aquella celda. Tan sólo una vez le habían traído comida. Aún no había venido a limpiar el cubo con sus heces. Permanecía encadenado, aunque las cadenas eran lo suficientemente holgadas para poder estar sentado en el pequeño catre que había en la celda.
¿Por qué le había ocurrido esto, justo a él? Aún no había podido entenderlo. Lo habían acusado de traición y asesinato con magia. Él no sabía usar la magia, y aunque los elfos podían sentir la magia como cualquier humano percibe un olor, o un sonido, su "sentido de la magia", o maeluk como lo llamaban los elfos, no estaba entrenado.
Ordenó sus pensamientos, tratando de reconstruir los hechos que lo llevaron a aquél lugar. Había llegado a la ciudad de Grenz, en los límites del Imperio de Heimland. En el momento, le pareció una ciudad interesante, y llena de oportunidades. Había oído que una floreciente comunidad de elfos se había establecido allí. En aquel lugar, casi parecía que la ocupación se había olvidado, y que ambas naciones podían convivir en paz. Ahora, en aquella celda, su opinión había cambiado. Siempre había sido partidario de la paz entre humanos y elfos, pero en estos momentos, todo en lo que creía parecía derrumbarse como un castillo de barro mojado por la lluvia. Lentamente, se deshacía y deformaba, convirtiéndose en algo diferente. La ira y el odio crecían en su interior. Respiró profundamente, y consiguió hundirla en lo más profundo de su espíritu. "No te va a servir de nada enfurecerte ahora".
En ese momento, oyó ruido en el exterior de la celda. Un hombre joven, ataviado como un erudito, entró en ella. Lo miró de arriba a abajo. Y le dio la mano.
-Mi nombre es Johann Holzmann. Nadie quería tu caso, así que soy tu única posibilidad de salvación. Traición y asesinato con magia -dijo mirando el pergamino que sacó de su bolsillo. Silbó-. Esto no va a ser fácil.
-¿Es mi abogado?
-Así es.
-No quiero un abogado. Quiero una ordalía. Demonstraré mi inocencia con una prueba de valor.
-¿Una qué? Mira, eeh...
-Beriadan Valdaglerion.
-Beriadan. En este país tenemos leyes. Incluso un elfo tiene derecho a un juicio justo y a un abogado. No sé qué es una ordalía, pero puedes estar seguro de que tus costumbres tribales no van a ser útiles aquí.
-Lárguese de aquí. No quiero un abogado. Y menos uno que se burla de mi pueblo.
-Sin un abogado, te condenarán a muerte, incluso si las pruebas son totalmente circunstanciales.
-Quiero una ordalía. Tengo derecho a una ordalía, todo elfo la tiene.
-Sinceramente, lo dudo, pero quizás... me has dado una idea.
-¿De qué se trata?
-Tendrás tu ordalía. Sea lo que sea, nos dará tiempo.
Johann se dirigió al soldado que estaba en la entrada, y le dijo que ya había terminado. Se despidió del elfo, que dijo algo en su idioma -poco amistoso, por la expresión de su cara-. Una vez que salió del calabozo, se dirigió a la Biblioteca Pública de la ciudad. Realmente necesitaba ganar aquél caso, catapultarse a la fama, dar el salto, y poder ir a la capital. Pero de momento, era tan pobre, que necesitaba consultar libros en la Biblioteca Pública. Problemas de ser un novato en el oficio en una ciudad fronteriza. Grenz era una ciudad dedicada a la guerra, no a la paz. Había rutas comerciales que salían de allí hacia el extranjero, pero desde la ocupación, las rutas comerciales se habían desviado. Muchos cargamentos se perdían por ataques de los rebeldes élficos. Los litigios por daños no eran provechosos, porque el Imperio no se hacía cargo de la seguridad de las rutas más allá de la frontera. Y por eso, cuando había oído de un caso como éste, supo que era su oportunidad. Pero no iba a ser fácil. No obstante, lo que había planteado el elfo, le había dado una idea. Por eso, cuando llegó ante Angus, el viejo bibliotecario, le saludó, y le dijo:
-Angus, ¿tendrás por casualidad algún libro de derecho élfico? Y el manual de procedimiento penal que estuve viendo la semana pasada, ¿sigue disponible?
-¿Derecho élfico? ¿Procedimiento penal? ¿En qué lío te has metido ahora, muchacho? -dijo el anciano, levantando una ceja-.
-En uno muy gordo -contestó Johann sonriendo-. En algo muy muy gordo.
-Hmm... no hay ninguno, pero creo saber dónde puedes encontrar uno.
-No tengo dinero para comprarlo, Angus. Si tuviera dinero, no vendría aquí a preparar mis casos.
-Nadie dijo que lo fueras a pagar tú -respondió el bibliotecario, extendiendo un formulario titulado "Peticiones especiales de adquisición"-.
Con una bolsa de monedas en el bolsillo, Johann se dirigió a la dirección que Angus le había señalado. El bibliotecario debía tener al menos cien años, o eso es lo que pensó Johann la primera vez que lo vio. Sin embargo, a pesar de ser un hombre pequeño, extremadamente delgado y ya un poco perjudicado de la vista, era un hombre astuto como pocos. Más de una vez, había sacado al joven abogado de un apuro, y parecía que esta vez no sería la primera. Sin embargo, cuando se adentró en el barrio habitado por elfos, sintió que un nudo le atenazaba la garganta. No lo miraron con buenos ojos, precisamente, aunque era difícil saber qué es lo que pensaban los miembros de aquella raza caprichosa, sí sabía que todo elfo varón portaba consigo siempre una daga o cuchillo, y que muchos tenían décadas o siglos de entrenamiento con su uso a la espalda. Él llevaba una pequeña pistola Valentine de un sólo disparo, pero poco podría hacer con ella, si se enfrentaba a un grupo de enemigos. Por ello, caminó con cautela, sin fijarse demasiado en los rostros de las personas que lo rodeaban.
Finalmente, llegó a la dirección que le había indicado Angus en un pequeño pliego de papel. La casa parecía muy vieja, y estaba decorada de forma suntuosa, pero sin excesiva recarga, mostrando el lujo justo. Grandes vidrieras hacían de ventanas, iluminando el jardín interior de la residencia. En dicho jardín había una fuente, que expulsaba agua prístina. Posiblemente todo ello construído con magia. Se perguntó qué haría una casa tan lujosa en el barrio élfico, hasta que se dio cuenta de que quizás la casa fuese más antigua que dicho barrio, construido de forma abigarrada tras la ocupación, con el fin de alojar a los refugiados de la guerra.
Una mujer muy joven (poco más que una adolescente) llegó, y lo saludó con una reverencia. Se trataba de una joven muy bella, de ojos verdes como la hierba, y pelo color cobrizo. Iba vestida con un lujoso vestido de color verde, a juego con sus ojos. El vestido era levemente traslúcido, y dejaba entrever los pequeños pechos de la joven. Johann se sintió un poco turbado, e intentó concentrarse en mirar a los ojos de la joven. Ella dijo que su padre pronto lo atendería. Si no fuera por la inexpresiva forma de mirar de los elfos, diría que parecía algo turbada. Mientras pensaba en esto, la joven le ofreció un cojín para sentarse, una cesta de fruta, y un delicado vino élfico. La muchacha, que hablaba con mucho acento, se presentó como Pytië. Tras entregar las viandas, hizo otra reverencia, y se marchó, antes de que Johann pudiera siquiera darle las gracias, o darle la mano. Decidió probar alguna de las frutas extrañas que le habían ofrecido, y se encontró con un sabor muy amargo.
-Esa fruta debe pelarse antes de comerla -dijo la voz de un elfo, proveniente de otra habitación. Al cabo de un instante, un elfo alto, de pelo rubio, y profundos ojos azules. Vestía de color gris y azul, con una túnica decorada de forma sencilla, pero lujosa. Como la propia casa, denotaba tanto buen gusto, como opulencia.
-No tengo un cuchillo.
El elfo sacó una daga, aparentemente de la manga, y se la puso cerca del cuello. Luego, con un movimiento rápido de manos, se la tendió.
-Uuh... gracias.
-Bueno, dime entonces quién eres, y a qué has venido.
-Mi nombre es Johann Holzmann, y soy abogado. Pero ahora mismo, vengo en nombre de Angus Haroldson. Tiene usted algo que al señor Angus le gustaría comprar.
-¿El pequeño Angus quiere algo de mí? Vaya, eso sí que es una sorpresa.
-¿Pequeño Angus? ¿Qué quiere decir? ¿Angus fue joven alguna vez?
-Claro, y yo era su maestro. Yo le enseñé a leer y escribir.
Johann apenas había valorado el alcance de la (aparentemente) infinita longevidad de los elfos. Aquel hombre parecía no tener más de unos treinta años. Sin embargo, por sus palabras, bien podría tener más de ciento cincuenta. Quizá incluso varios siglos. ¿Cómo podía alguien vivir tanto tiempo, y recordar todo aquello que había vivido? Parecía inconcebibile.
-Necesito un compendio de derecho élfico. La compilación de las costumbres de su pueblo a la hora de juzgar a un prisionero.
-¿Y te crees digno de poder usar ese conocimiento?
-¿Cómo sabe que es para mí?
-Cuando te presentaste, dijiste que eras abogado. ¿Por qué un Angus querría un compendio de derecho élfico? Lo conoce más que de sobra.
Johann no podía salir de su asombro. Se anotó mentalmente hablar de eso con Angus.
-Bien, me ha cogido -dijo Johann sonriendo de forma condescendiente-. Necesito ese libro, pero es por una buena causa... para su pueblo. Un elfo está a punto de ser condenado a muerte.
Algo ensombreció el rostro del elfo.
-Entiendo. Tendrás tu libro. Dame tan sólo unos minutos para encontrarlo.
El elfo se levantó y abandonó la estancia, tan sigilosamente como había entrado, dejando tan sólo el sonido del agua fluyendo de la fuente como única compañía de Johann.
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